martes, 13 de julio de 2010

La excursión

LA EXCURSIÓN


Salí del camping muy temprano,

mi perra por delante.

Tomé la carretera junto al río

hacia su cabecera.

A un lado veía el río

al fondo de un barranco,

al otro

trigales salpicados de amapolas,

y en los arcenes

copudos árboles

formaban casi un túnel.

Llegado al puente

donde la carretera cruza el río

y se aleja hacia el valle vecino,

donde la zona de acampada

entonces vacía,

tomé la pista

que por su margen derecho

sigue el río.

Pasé el canal de la central eléctrica

con su gorgoteo de agua al deslizarse,

llegué a la presa rota,

la que forma un remanso de aguas frías

donde me he chapuzado algunas veces,

avisté la masía abandonada

y la pequeña ermita en la colina,

alcancé la casa de colonias

y en la fuente de enfrente

bebí un trago.

Dejé la pista

y cogí un sendero

al lado de otro río

- si menos caudaloso más bravío -

y primero entre prados

- otrora cultivados

por los habitantes del molino en ruinas -

y después

entre matorrales y arbustos,

fui subiendo.

El tiempo iba pasando en el esfuerzo

y el sol, siempre más alto,

golpeaba mis espaldas

ahogándome en calor.

Sudaba.

Por eso,

me quité la camisa

y la metí en la bolsa que llevaba

con un libro, la crema y la toalla.

Pronto,

los pantalones y la camiseta

hicieron compañía a la camisa.

En slip y alpargatas

continué el camino.

Ahora el sendero

se hundía entre los árboles

formándose un ambiente

umbrío y húmedo

- era agradable.

Solo se oía el agua

y el trino de algún pájaro,

y a veces,

entre los matorrales,

vislumbraba el torrente.

Estaba entre semana,

en un sendero ignoto

inaccesible para los automóviles,

por eso

me quité el bañador y las alpargatas

y me quedé desnudo.

Y seguí caminando

desnudo.

Mis pies

me transmitían el pulso de la tierra,

mis oídos estaban

listos al menor ruido

y mi vista escrutaba el territorio

para librarme de cualquier tropiezo,

en tanto mis pulmones

se llenaban de la humedad del bosque;

y estaba todo sensibilizado,

en tensión,

y andaba presuroso,

saltando y brincando,

casi corriendo,

sintiéndome radiante,

lleno de fuerza y vida, liberado

de ataduras y angustias,

como formando parte

de un espacio naciente

que hollara yo el primero

descendiendo

genéticamente

por el árbol de la especie...

Alcancé el viejo puente

y bajé hasta un recodo del torrente

donde el margen de piedra

lavado por el agua

forma un solárium natural.

Allí pasé el día.

Retocé como un niño

deslizándome por las bruñidas losas,

sumergiéndome en hoyos

en que el frío

me cortaba el aliento

para luego tenderme

a secar en la orilla,

los miembros extendidos como un cristo,

abrazando ora el sol

ora la tierra;

y otra vez remojones

y otra vez secados,

adormilándome y desperezándome,

hasta que el sol se subió a la montaña

dejando el río en sombras.

Entonces, de regreso,

bajé por el torrente

dejándome llevar

hasta la casa de colonias,

puse allí pie en la orilla,

extraje de mi bolsa

toda mi indumentaria,

me vestí,

bebí un trago en la fuente...

y regresé hacia el camping,

mi perra por delante.


Pedro Casas Serra (05-06-1992)

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